jueves, 25 de febrero de 2010

Atlético y Biblioteca

YO SÉ QUE ESTUVE MAL

Yo sé que estuve mal, padre. No soy tonto y entiendo que lo que hice no estuvo bien. Pero no lo pude evitar. Usted tiene que entenderme. O sea, ¡era el clásico, padre! ¿Cómo me lo podía perder? Ellos estaban embaladísimos, invictos y encima en la ida habíamos empatado en nuestra cancha.

El equipo que tenían era una maquinita señor. El arquero un gigante debajo de los tres palos. La defensa perfectamente ordenada. Los centrales unos lungos que de arriba eran imbatibles. Los marcadores de punta rapidísimos, no los desbordaba nadie. Al medio un cinco que acomodaba todo, ¡un relojito suizo era! Por derecha tenían un ocho firuletero que nos había echo expulsar al tres en la ida después de que le tiró un caño y una bicicleta. El enganche un pasador bochinesco con una precisión milimétrica. Y los delanteros… ¡mamita esos delanteros! Dos auténticos rompe-redes. Entre los dos llevaban 21 goles en 13 partidos, no fallaban nunca y encima, ¡tenían una suerte! Les quedaban todos los rebotes, todos.´




Y si, usted me dirá “¿y para qué fuiste si era sabido que iban a perder?”. Pero, ¿sabe lo que hubieran sido las gastadas si no iba? ¿Si abandonaba y dejaba a los muchachos y al club tirados solamente por pensar que íbamos a perder? Me hubiera tenido que ir del país, padre. No hubiera podido soportar la vergüenza. Cada vez que ellos me gasten mi cabeza me hubiera dicho: “¿qué les vas a decir si tienen razón?”.
Tan sólo con pensar eso me di cuenta de que no podía faltar, era imprescindible. Y sé que el otro compromiso que tenía era importantísimo también, pero…que se yo. El club me puede, padre. Ya me pasó antes esto. Varias veces se dió que tuve otras cosas que hacer en simultáneo con los partidos y nunca pude elegir lo otro. Siempre pensé que podía, que lo tenía controlado, que no era una adicción. Pero cuando ya estaba a 5 minutos de que empiece el partido…se me salía el corazón de los nervios. Era como una taquicardia fortísima que hacía que los latidos produzcan un sonido continuo. Ahí me rendía y salía volando para la cancha. Le parecerá increíble pero mientras más me acercaba, más me calmaba. Y cuando mis ojos ya podían divisar banderas albirrojas flameando a lo lejos, cuando empezaba a escuchar los bombos y, sobre todo, cuando pisaba el primer escalón de la Centenario mi corazón y mi alma encontraban la paz.

Así que eso fue lo que sucedió, padre. No pude con mi genio. Y le juro que lo intenté eh. Ya estaba todo cambiadito, ya tenía todo lo que usted me dijo que tenía que traer, ¡hasta me había puesto un auricular escondido para escuchar el partido y que eso me ayude a no caer en la tentación! En fin, estaba listo para venir. Pero mire si tendré mala suerte que, en el momento que estoy por subir al auto, escucho una bomba de estruendo en la esquina de mi casa. Levanto la mirada y veo lo que no tenía que ver. La banda del rojo pasaba camino a la cancha a toda orquesta, delirando arriba de un camión, agitando los trapos al viento, alentando aunque faltaban todavía veinte minutos para que empiece el partido.

Imagínese lo que sentí en ese momento. Me consideré como la peor mierd…uy, disculpe la palabra. Pero es verdad, sentí que era un cobarde, que arrugaba en las malas, que me llenaba la boca diciendo que iba a estar siempre y en la más difícil me borraba, que abandonaba en el peor momento y dejaba a todos tirados, que no tenía ideales. ¡Sentí que ese no era yo! ¡Mi yo verdadero tendría que estar arriba de ese camión yendo a copar el laguito mugroso ese!

Así que simplemente perdí el control. Les grité que me aguanten un toque. Volví adentro, me descambié, me calcé la camiseta, miré la foto de mi novia con la cara más amorosa que pude y de un salto me trepé al paragolpe del camión.

No sé si a usted le gusta el fútbol, padre, pero tendría que haber visto lo que era esa cancha. No entraba una mosca. Que las tribunas de ellos estén llenas era lógico porque tenían todas las de ganar. Pero la nuestra era emocionante, todas en contra teníamos y aún así les habíamos copado hasta el más ínfimo espacio que nos dieron.

La entrada de los equipos a la cancha no la recuerdo bien porque, por cábala, siempre cuando entran miro el cielo y rezo. Pero después de eso, bajé la mirada y sentía que estaba en el mismísimo infierno, en el buen sentido de la palabra, padre.

Empezó el partido como todos suponían. No iban quince minutos y ya habían pegado dos pelotas en los palos. Aunque mucha bola no le dábamos. No teníamos fe de que pudiéramos ganar, fuimos a mantener nuestro orgullo en alto y a demostrar que no abandonábamos, nada más. Por lo tanto cantábamos sin parar. Alentamos más que nunca, padre, le juro.

Y como quien no quiere la cosa, cuando nos dimos cuenta ya estábamos en el entretiempo y seguíamos cero a cero. Me quedé cantando en el medio de la banda porque no quería ni mirar el celular, ¿para que? Si estaba seguro que estaba lleno de llamadas y de mensajes puteándome. Empezó el segundo tiempo y nosotros seguíamos en la nuestra, aunque a todos ya se nos había encendido una tenue luz de esperanza de que, a lo mejor, un empate les sacábamos y capaz que podíamos llegar a ir a penales.

El reloj seguía corriendo y el marcador no se movía. Y de repente vimos que nuestra platea se levantó como festejando, miramos todos a la cancha y vimos que les habían echado a uno de los centrales. Igual, no queríamos ilusionarnos, porque ahora si nos ganaban iba a ser más heroico para ellos y más denigrante para nosotros. Dejarnos afuera con uno menos… ¡¿quién los iba a aguantar?! Así que nosotros ni festejamos y seguimos alentando, cautos.

Hasta que llegó ese momento, padre. Si no fue el más feliz de mi vida le pega al palo. Una pelota en profundidad para el nueve nuestro pasó por el agujero que había dejado el lungo expulsado y con un toquecito suave al palo derecho del arquero nos hizo enloquecer. Debemos haber gritado ese gol por tres minutos fácil, me debo haber abrazado con veinte, veintipico personas. Empecé a llorar como un chico. Iban 43 minutos y les estábamos ganando, en su cancha, en su cara, con toda su gente y cortándoles el invicto.

Los últimos minutos los sufrimos como condenados. Encima el árbitro adicionó 5. Pero cuándo ese tipo levantó los brazos marcando el final, no puedo encontrar palabras para explicarle la felicidad que sentí.

Empezamos a festejar ahí, gastándolos a más no poder. Después seguimos con la caravana por todo el pueblo. Luego en el club con los jugadores durante toda la noche. Y ahora acá estoy, todavía no pude dormir.

Mire le voy a ser sincero, padre. La verdad es que no sé que hago en el confesionario porque, aunque le parezca una locura, no estoy arrepentido. Se que estuvo pésimo lo que hice y que me va a costar remediar el daño que causé. Pero… Argentino es el amor de mi vida, padre, ¡no le podía fallar!


Y no es que quiera desligarme de la responsabilidad, sé que tengo toda la culpa. Pero también mi novia, padre… ¡se le viene a ocurrir casarse justo un domingo a la tarde!

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